sábado, 7 de enero de 2012

Tostadas

Después de 73 meses sin desayunar, decidí que tenía ganas de comer tostadas con manteca y mermelada (en el tostador eléctrico nuevo)
y aprendí varias cosas:


A.
No mires ansiosamente las tostadas tan de cerca mientras se hacen, porque se hacen rápido, y te pueden saltar los panes en los ojos. Las migas tostadas pinchan.

B.
Cuando vayas hacia el mueble buscando mermelada como última opción allí, dirigí tu mirada hacia el mueble, porque mirando para atrás te podés dar el hueso de la cadera justo con la manija de metal que sobresale de los muebles que se meten en el medio de tu camino.

C.
El día que quieras comer mermelada, justo justo justo no vas a encontrar un puto frasco que te alcance para más de media tostada, así que te las vas a tener que comer con miel.

D.
La miel se calienta rápido sobre la tostada caliente.

E.
Las tostadas de tostador eléctrico salen más calientes que las de tostador de hornalla.

F.
Si no te las comés en nueve décimas de segundos, se ponen duras como las manijas de metal del mueble que te llevaste puesto antes.

pfff... ¡Qué de cosas que se aprenden desayunando!

viernes, 6 de enero de 2012

Una historia pasada


Paty va, paty viene, cinco de la tarde, la parrilla se empieza a apagar por el escurrimiento de las cansadas nubes celestiales (o por la "lluvia" como le dice la gente), fue ahí cuando tomamos la decisión de abandonar ese frondoso fondo y entrar todo, y entrarnos, de tomar otro fernet, y también... media hora después, de partir. Mala, mala decisión.

Agua cayendo a baldazos en las baldosas, en los perros y en la pelada de los pelados caprichosos que salen a caminar bajo la lluvia (sin embargo, ¡qué lindo que es caminar bajo la lluvia!). Cinco y media de la tarde, millones de fotos de criaturas de jardín esperando en casa por ser encoladas y encarpetadas; la tormenta daba la impresión de comenzar a mermar: “Muy rico todo, feliz año, pero me voy”. Dani se sumó al viaje, y Fabi también, los dos surenses que preferían venir en auto en lugar de esperar un bondi, sin saber que diez minutos más tarde estarían deseando tener un par de zancos –preferentemente no de madera- para irse a sus casas caminando alta y felizmente… ambos hubieran llegado más rápido de ese modo… pero no, auto en marcha en Lavalle y Av. Belgrano, casa, ¡allá vamos!

Si hiciera un balance detallado acerca de todos los barrios del Sur que más frecuento, Avellaneda se llevaría todos los puntos por forra, por incómoda para llegar, por incómoda para viajar, por consumidora de tiempo, por sucia, por fea, ¡y por tener tanta capacidad de albergar agua en sus calles! Estaba a punto de sumergirme en las aguas lluviosas-cloacales-riachulenses cuando me di cuenta que estaba manejando un Peugeot y no un gomón de rafting, y fue ahí cuando dí el volantazo y me subí al último cachito de vereda que quedaba libre bajo el puente Pueyrredón (cabe aclarar que sólo me subí porque no contábamos ni con los cascos, ni con los chalecos salvavidas reglamentarios).

Seis menos veinte de la tarde, estábamos todos los dueños y pasajeros de los autos varados, mirando el agua de brazos cruzados cuál gordo que mira incansablemente el mar en un día de playa. En ese momento deseamos tener entre los tres, los poderes de Tusam y atraer por telequinesis la heladerita con medio fernet, una coca sin abrir y varios trozos de hielo, que estaba en ese momento en la casa que minutos antes habíamos abandonado… inhalamos paciencia, conversamos de bueyes perdidos y de Palios flotando como los que se veían en la esquina. Observamos vehículos que se llevaban puesto el cordón sumergido de la vereda por no tener sentido común (y no darse cuenta que la materia no se traspasa), motoqueros cayéndose en las aguas turbias (por padecer el mismo problemita de falta de sentido común), vaquitas de San Antonio caminándonos por el brazo, y muchas cosas más. Pero la heladerita nunca llegó.

Se hicieron las siete de la tarde y viendo que el agua había bajado un poco, emprendimos el camino rodeando la calle aún arriba de la vereda, y al llegar al tramo sin agua bajamos el cordón con un relajante: “uff... bueno, listo…”. Una vez más: mala decisión la de relajarse. Cien metros más adelante, se juntaba la bajada de los coches que venían del puente Pueyrredón con los coches que veníamos del naufragio y había en el aire (o en el agua) una enredadera de decisiones titubeantes porque ¡oh caramba! ¡Un nuevo mar se abría sobre la avenida! Otra vez, jugando al todo-terreno con el 306, atravesamos a los coches, camiones y motos que insistían en seguir por la avenida, subimos cordoncitos y mini boulevares y volvimos al lugar de origen, pero con un defasaje temporal de una hora y pico. Otra vez, entonces, Lavalle y Av. Belgrano pero esta vez circulando por Av. Belgrano, nos topamos con la situación graciosa de cruzarnos con cinco compañeros nuestros en diferentes esquinas, quienes nos habían despedido tiempo atrás, y nos miraban desorientados sin entender qué demonios hacíamos “paseando” por ahí…

Un tráfico agotador y una pérdida de tiempo enorme, si sabía que iba a estar todo ese tiempo para llegar a casa, me iba para el otro lado y manejaba hasta Atalaya para comerme unas medialunas… pero claro, seguro que la ruta no tiene tanta aventura y adrenalina como las putas calles de Avellaneda!

Terminé llegando a casa a las ocho y monedas, sequé el auto para que -aprovechando la mojada de la lluvia- parezca recién lavado, y me fui a mi habitación para seguir escuchando la lluvia pero no sobre un techo de chapa y viendo el agua caer pero ya no desde una ventanilla empañada…

¿Tarde negra? Naaaa…