viernes, 30 de noviembre de 2007

Rato


Si si. Si te parece oscuro metele una luz (de bajo consumo), y si sigue negro, no sé, negro, ahí sí que ya no sé. Es como que… la reja siempre está, y sí, siempre va a estar, pero hay que mandar el ojo pal’ costado y vas a ver cómo se te libera el paisaje… barrote-liberado- barrote-liberado- barrote-liberado- barrote-liberado... (es tipo: “camarrib-a-camabajo-camarrib-a-camabajo…”) y así, caminas y contas, dependiendo de cuantos barrotes tenga la reja… pero claro, ellos nunca ven los barrotes, como que los pasan de largo ¿no? Qué se yo, los optimistas ven así, esos que ven el vaso siempre medio lleno ¿viste? Bueno, seguro que te van a decir esas cosas… como: “ojo, que el árbol no te va a dejar ver el bosque” o los mismos que te dicen: “mirá marmota, si lloras porque no podes ver el sol, las lágrimas no te van a dejar ver las estrellas…” pero tomatelaaaaaa gil de estopa ¿Qué te pasa, te comiste un libro de Bucay? Uno atina a reaccionar así a veces, cuando le vienen con toda esa bolsa de cursilerías, y no es que me den bronca los optimistas, eh, para nada, está todo bien, me encanta que existan, pero bueno, serán sangres diferentes, yo creo que pasa por ahí. Todo pasa por la sangre. Ahora, los quiero ver a los optimistas esos, si les toca hacerse una transfusión, ni te digo de sangre, ya me voy al corazón, ja! Que le claven un corazón de un pesimista, va’ a ver vó’ cómo se te nubla la vista, gil…

martes, 20 de noviembre de 2007

Héctor


A Héctor no le gustaban las tardes de sol. Tampoco le gustaba merendar en la plaza, porque siempre había mucha gente, y él decía que lo miraban raro. Nunca fue de tener muchos amigos, y eso que tenía un corazón requetebuenazo el loco, pero creo que fue por miedo al rechazo, que su elección siempre era andar solo por ahí, calladito y por la sombra más oscura. Una vez tuvo una novia, -me lo contó el Jacarandá de acá a la vuelta- porque la verdad es que yo nunca lo vi, y de tan timidón que era ni me hubiera imaginado que Héctor pudiera andar paseándose por ahí con una compañera de viajes, de noches, de ratos, así, tan fresco y a la vista de todos. Vaya uno a saber a quién le arrastraba el ala, aquel; o “las alas”, porque según los rumores fue un amor pulenta pulenta, tanto que no pudo volver a tener otro nunca más. Ni la terapia de barrio lo ayudó.

Después de esa noche de calor no lo vi más. Mientras me hacía unos mates en la cocina, sentí un alboroto medio zonzo que se escurría de su casa, bah, más que casa era una choza, pobre Héctor. Era tan pobre que no tenía ni una bolsa rota para llevarse las pocas cosas que se había conseguido para vivir en esos meses que jugó a ser mi vecino. Si cuando subí a ver si precisaba algo, encontré un pañuelito anudado que intentó ser su equipaje, pero se ve que era tan poco lo que tenía, que hasta eso le quedó grande.

Y nunca más supe de él, ni el Jacarandá de la vuelta, ni el poste de la esquina, ni los cables enredados me quisieron contar nada. Y como amigos no tenía, pobre Héctor, le perdí el rastro por completo.

Andará por allá, volando bien alto para que nadie lo vea, bien lejos de los faroles y con chilliditos cortos, no vaya a ser cosa que asuste a las chicas del barrio que toman mate en los balcones. Si algún día lo ves por ahí, sacale charla, te aseguro que él te escucha aunque parezca desinteresado. Y aunque es medio feo, el pobre Héctor, tiene un corazón hermoso, ¿sabés? Por eso, si lo ves pasar, llamalo, chistale, que el loco andará muy triste y sólo buscando otro rancho para llorar sus penitas en silencio, al oscuro. Pero buscando que lo escuches, de cerquita nomás.

Dicen...


Un olor amargo envolvía el barrio. Unos ojos, -que quizás eran los míos- contaban en voz baja las baldosas flojas de una tarde desprolija que ya se había olvidado del olor a verano. Había perros, solos, aburridos. Había cielo, creo. Había esquinas distraídas sin relojes de pulsera, ni relojes de arena, sin paredes pintadas, sin persianas cerradas. Con luz. Con sombras de sol, o parecidas.

Un gato le mostraba a otro las goteras del techo del vecino, mientras prendía un habano importado. Siempre fumaba en el techo, adentro no lo dejaban. Un semáforo que se creía jirafa, se pintó unas manchas negras sobre su lomo amarillo, y nunca más quizo dar luz verde, quería que todos se paren a mirarlo. A mirarla, ahora era jirafa.

Ellos veían todo desde allá, medio lejos, por las dudas. Nunca les gustó invadir demasiado los ambientes. Así lo disfrutaban más, pero no lo contaban. Tampoco lo pintaban. A veces lo escribían, pero de tanto en tanto, no más. Y así pasaban sus tardes, dicen, con el mate siempre lavado, con una radio vieja que, cuando tenía pilas, cantaba unos tangos bajito. Dicen que miraban mucho, que veían todo, que escuchaban siempre. Escuchaban, sí, siempre, todo, pero no hablaban, eso si que no. Nunca, o casi nunca. Sólo y muy de vez en cuando conversaban entre ellos, a escondidas, nunca les gustó que los escuchen. Dicen. Yo nunca les creí.