martes, 20 de noviembre de 2007

Dicen...


Un olor amargo envolvía el barrio. Unos ojos, -que quizás eran los míos- contaban en voz baja las baldosas flojas de una tarde desprolija que ya se había olvidado del olor a verano. Había perros, solos, aburridos. Había cielo, creo. Había esquinas distraídas sin relojes de pulsera, ni relojes de arena, sin paredes pintadas, sin persianas cerradas. Con luz. Con sombras de sol, o parecidas.

Un gato le mostraba a otro las goteras del techo del vecino, mientras prendía un habano importado. Siempre fumaba en el techo, adentro no lo dejaban. Un semáforo que se creía jirafa, se pintó unas manchas negras sobre su lomo amarillo, y nunca más quizo dar luz verde, quería que todos se paren a mirarlo. A mirarla, ahora era jirafa.

Ellos veían todo desde allá, medio lejos, por las dudas. Nunca les gustó invadir demasiado los ambientes. Así lo disfrutaban más, pero no lo contaban. Tampoco lo pintaban. A veces lo escribían, pero de tanto en tanto, no más. Y así pasaban sus tardes, dicen, con el mate siempre lavado, con una radio vieja que, cuando tenía pilas, cantaba unos tangos bajito. Dicen que miraban mucho, que veían todo, que escuchaban siempre. Escuchaban, sí, siempre, todo, pero no hablaban, eso si que no. Nunca, o casi nunca. Sólo y muy de vez en cuando conversaban entre ellos, a escondidas, nunca les gustó que los escuchen. Dicen. Yo nunca les creí.

No hay comentarios: