
Y había una ventana que quizás me miraba,
o me invitaba, o me imitaba.
Abierta de par en par en esa tarde de invierno,
jugaba a no darse cuenta que el viento la acariciaba.
Ella sonriente y naranja, de vidrios esmerilados,
charlaba con la escalera, le cantaba, la abrazaba.
Hasta que un par de escalones, le murmuraron sus sombras,
sus caprichos, sus hazañas…
y así, -con mucha paciencia- se les fue pasando el rato,
el viento, lo anaranjado, aquellas sombras pesadas,
los gritos de la arboleda,
las tostadas, las bufandas…
y así todo quedó en calma,
sin naranja ni escalera,
pero respirando lunas,
pegoteadas con estrellas,
con los besos de las hojas,
con canciones, con más huellas.
Con menos sombras profundas,
y más mañanas de seda.
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