jueves, 27 de diciembre de 2007

Tito


Son diferentes, realmente son todos diferentes. Y eso es lo más atractivo. Además a Tito le copa eso. Todos los días lo ves, dependiendo la época del año, a las seis, siete, ocho de la tarde mirando el cielo como si estuviera viendo la maravilla más asombrosa del universo. Y uno piensa: “Tito, ¿no te cansas? Es un cielo no más”, pero no hay caso, al tipo le llena el alma ese rato mágico que jamás puede faltar, porque el cielo jamás se escapa. Ni de él, ni de acá, ni del tiempo.

Es cierto que hay días que el sol baña los contornos de los edificios lejanos, y pegotea las nubes con una luz naranja que parece que te acariciara las pupilas. Es cierto también que jamás uno se va a topar con dos crepúsculos iguales, y que su simpleza es la que los hace tan endebles como energizantes. Tan potentes como efímeros. El abanico es enorme, infinito.

Para Tito ese venerable momento es inamovible. Aprendió a organizarse los tiempos, para que -sea el día que sea, el mes que sea, la hora que sea- no haya nada que se interponga a su glorioso momento. Su caminata va desde abajo del tanque, sorteando la piedra que trajo Berta de Chapadmalal hace como nueve veranos, pisoteando a veces las huellas que deja el caño de su casa-tanque que gotea, pisoteando a veces también algún que otro bicho de jardín, y ahí frena, al lado del cantero; el roto, el nuevo no. Tito es un sapo bohemio, sensible y perceptivo. Es callado y ricotero. Es verde en navidad y marrón en el invierno. Es un sapo de baldío como muchos; es un poeta perdido entre los yuyos como varios. Es un puñado de compañía como pocos. Mira con ojos de sapo, habla con voz de algodón, sueña con casas de almendra, sin puertas de alambre, sin un paredón. Llora con lágrimas de miga de pan. Y si, llora. Es un sapo, no una maceta.

Un día me voy a animar a hablarle, un día me voy a acercar. Por ahora voy a seguir apropiándome furtivamente de su compañía, de sus caminatas, de sus verrugas con sol. Pero un día, cuando se me vaya el miedo, voy a dejar de mirarlo de lejos, y lo voy a invitar acá, a mi balcón, a que me cuente un poco, a que me lea un rato, y le voy a pedir que me lleve a sus historias, para pasear por sus veranos mullidos, para dormir siestas en sus otoños de arroz. Para eso, nada más. Un día, algún día me voy a animar.

1 comentario:

Editorial dijo...

El suyo es un sapo spinetteano.

Ud me dirá "no es mío"

Pero Ud lo hizo suyo en su relato.